Ramón del Valle-Inclán
Tirano Banderas. Novela de Tierra Caliente

Índice



Segunda Parte
Boluca y Mitote

Libro Primero
«Cuarzos Ibéricos»


I - II - III - IV - V - VI - VII


I
     Amarillos y rojos mal entonados colgaban de los balcones del Casino Español. En el filo luminoso de la terraza, petulante y tilingo, era el quitrí de Don Celes.

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II
     —¡Mueran los gachupines!
     —¡Mueran!...
     El Circo Harris, en el fondo del parque, perfilaba la cúpula diáfana de sus lonas bajo el cielo verde de luceros. Apretábase la plebe vocinglera frente a las puertas, en el guiño de los arcos voltaicos. Parejas de caballería estaban de cantón en las bocacalles, y mezclados entre los grupos huroneaban los espías del Tirano. Aplausos y vítores acogieron la aparición de los oradores: Venían en grupo, rodeados de estudiantes con banderas: Saludaban agitando los sombreros, pálidos, teatrales, heroicos. La marejada tumultuaria del gentío, bajo la porra legisladora de los gendarmes, abría calle ante las puertas del Circo. Las luces del interior daban a la cúpula de lona una diafanidad morena. Sucesivos grupos con banderas y bengalas, aplausos y amotinados clamores, a modo de reto, gritaban frente al Casino Español:
     —¡Viva Don Roque Cepeda!
     —¡Viva el libertador del indio!
     —¡Vivaaa!...
     —¡Muera la tiranía!
     —¡Mueraaa!...
     —¡Mueran los gachupines!
     —¡Mueran!....

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III
     El Casino Español —floripondios, doradas lámparas, rimbombantes moldurones— estallaba rubicundo y bronco, resonante de bravatas. La Junta Directiva clausuraba una breve sesión, sin acta, con acuerdos verbales y secretos. Por los salones, al sesgo de la farra valentona, comenzaban solapados murmullos. Pronto corrió, sin recato, el complot para salir en falange y deshacer el mitin a estacazos. La charanga gachupina resoplaba un bramido patriota: Los calvos tresillistas dejaban en el platillo las puestas: Los cerriles del dominó golpeaban con las fichas y los boliches de gaseosas: Los del billar salían a los balcones blandiendo los tacos. Algunas voces tartufas de empeñistas y abarroteros reclamaban prudencia y una escolta de gendarmes para garantía del orden. Luces y voces ponían una palpitación chula y politiquera en aquellos salones decorados con la emulación ramplona de los despachos ministeriales en la Madre Patria: De pronto la falange gachupina acudió en tumulto a los balcones. Gritos y aplausos:
     —¡Viva España!
     —¡Viva el General Banderas!
     —¡Viva la raza latina!
     —¡Viva el General Presidente!
     —¡Viva Don Pelayo!
     —¡Viva el Pilar de Zaragoza!
     —¡Viva Don Isaac Peral!
     —¡Viva el comercio honrado!
     —¡Viva el Héroe de Zamalpoa!
     En la calle, una tropa de caballos acuchillaba a la plebe ensabanada y negruzca, que huía sin sacar el facón del pecho.

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IV
     Bajo la protección de los gendarmes, la gachupia balandrona se repartió por las mesas de la terraza —desafíos, jactancias, palmas. Don Celes tascaba un largo veguero entre dos personajes de su prosapia: Míster Contum, aventurero yanqui con negocios de minería, y un estanciero español señalado por su mucha riqueza, hombre de cortas luces, alavés duro y fanático, con una supersticiosa devoción por el principio de autoridad que aterroriza y sobresalta —Don Teodosio del Araco, ibérico granítico, perpetuaba la tradición colonial del encomendero. Don Celes peroraba con vacua egolatría de ricacho, puesto el hito de su elocuencia en deslumbrar al mucamo que le servía el café. La calle se abullangaba. La pelazón de indios hacía rueda en torno de las farolas y retretas que anunciaban el mitin. Don Teodosio, con vinagre de inquisidor, sentenció lacónico:
     —¡Vean no más, qué mojiganga!
     Se arreboló de suficiencia Don Celes:
     —El Gobierno del General Banderas, con la autorización de esta propaganda, atestigua su respeto por todas las opiniones políticas. ¡Es un acto que acrecienta su prestigio! El General Banderas no teme la discusión, autoriza el debate: Sus palabras, al conceder el permiso para el mitin de esta noche, merecen recordarse: En la ley encontrarán los ciudadanos el camino seguro para ejercitar pacíficamente sus derechos. ¡Convengamos que así sólo habla un gran gobernante! Yo creo que se harán históricas las palabras del Presidente.
     Apostilló lacónico Don Teodosio del Araco:
     —¡Lo merecen!
     Míster Contum consultó su reloj:
     —Estar mucho interesante oír los discursos. Así mañana estar bien enterado mí. Nadie lo contar mí. Oírlo de las orejas.
     Don Celes arqueaba la figura con vacua suficiencia:
     —¡No vale la pena de soportar el sofoco de esa atmósfera viciada!
     —Mí interesarse por oír a Don Roque Cepeda.
     Y Don Teodosio acentuaba su rictus bilioso:
     —¡Un loco! ¡Un insensato! Parece mentira que hombre de su situación financiera se junte con los rotos de la revolución, gente sin garantías.
     Don Celes insinuaba con irónica lástima:
     —Roque Cepeda es un idealista.
     —Pues que lo encierren.
     —Al contrario: Dejarle libre la propaganda. ¡Ya fracasará!
     Don Teodosio movía la cabeza, recomido de suspicacias:
     —Ustedes no controlan la inquietud que han llevado al indio del campo las predicaciones de esos perturbados. El indio es naturalmente ruin, jamás agradece los beneficios del patrón, aparenta humildad y está afilando el cuchillo: Sólo anda derecho con el rebenque: Es más flojo, trabaja menos y se emborracha más que el negro antillano. Yo he tenido negros, y les garanto la superioridad del moreno sobre el indio de estas Repúblicas del Mar Pacífico.
     Dictaminó Míster Contum, con humorismo fúnebre:
     —Si el indio no ser tan flojo, no vivir mucho demasiado seguros los cueros blancos en este Paraíso de Punta de Serpientes.
     Abanicándose con el jipi asentía Don Celes:
     —¡Indudable! Pero en ese postulado se contiene que el indio no es apto para las funciones políticas.
     Don Teodosio se apasionaba:
     —Flojo y alcoholizado, necesita el fustazo del blanco que le haga trabajar y servir a los fines de la sociedad.
     Tornó el yanqui de los negocios mineros:
     —Míster Araco, si puede estar una preocupación el peligro amarillo, ser en estas Repúblicas.
     Don Celes infló la botarga patriótica, haciendo sonar todos los dijes de la gran cadena que, tendida de bolsillo a bolsillo, le ceñía la panza:
     —Estas Repúblicas, para no desviarse de la ruta civilizadora, volverán los ojos a la Madre Patria. ¡Allí refulgen los históricos destinos de veinte Naciones!
     Míster Contum alargó, con un gesto desdeñoso, su magro perfil de loro rubio:
     —Si el criollaje perdura como dirigente, lo deberá a los barcos y a los cañones de Norte-América.
     El yanqui entornaba un ojo, mirándose la curva de la nariz. Y la pelazón de indios seguía gritando en torno de las farolas que anunciaban el mitin:
     —¡Muera el Tío Sam!
     —¡Mueran los gachupines!
     —¡Muera el gringo chingado!

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V
     El Director de El Criterio Español, en un velador inmediato, sorbía el refresco de piña, soda y kirsch que hizo famoso al cantinero del Metropol Room. Don Celes, redondo y pedante, abanicándose con el jipi, salió a los medios de la acera:
     —¡Mi felicitación por el editorial! En todo conforme con su tesis.
     El Director-Propietario de El Criterio Español tenía una pluma hiperbólica, patriotera y ramplona, con fervientes devotos en la gachupia de empeñistas y abarroteros. Don Nicolás Díaz del Rivero, personaje cauteloso y bronco, disfrazaba su falsía con el rudo acento del Ebro: En España habíase titulado carlista, hasta que estafó la caja del 7º de Navarra: En Ultramar exaltaba la causa de la Monarquía Restaurada: Tenía dos grandes cruces, un título flamante de conde, un banco sobre prendas, y ninguna de hombre honesto. Don Celes se acercó confidencial, el jipi sobre la botarga, apartándose el veguero de la boca y tendiendo el brazo con ademán aparatoso:
     —¿Y qué me dice de la representación de esta noche? ¿Leeremos la reseña mañana?
     —Lo que permita el lápiz rojo. Pero, siéntese usted, Don Celes: Tengo destacados mis sabuesos y no dejará de llegar alguno con noticias. ¡Ojalá no tengamos que lamentar esta noche alguna grave alteración del orden! En estas propagandas revolucionarias, las pasiones se desbordan...
     Don Celes arrastró una mecedora y se apoltronó, siempre abanicándose con el panameño:
     —Si ocurriese algún desbordamiento de la plebe, yo haría responsable a Don Roque Cepeda. ¿Ha visto usted ese loco lindo? No le vendría mal una temporada en Santa Mónica.
     El Director de El Criterio Español se inclinó, confidencial, apagando la procelosa voz, cubriéndola con un gran gesto arcano:
     —Pudiera ser que ya le tuviesen armada la ratonera. ¿Qué impresiones ha sacado usted de su visita al General?
     —Al General le inquieta la actitud del Cuerpo Diplomático. Tiene la preocupación de no salirse de la legalidad, y eso, a mi ver, justifica la autorización para el mitin... O quizás lo que usted indicaba recién. ¡Una ratonera!...
     —¿Y no le parece que sería un golpe de maestro? Pero acaso la preocupación que usted ha observado en el Presidente... Aquí tenemos al Vate Larrañaga. Acérquese, Vate...

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VI
     El Vate Larrañaga era un joven flaco, lampiño, macilento, guedeja romántica, chalina flotante, anillos en las manos enlutadas: Una expresión dulce y novicia de alma apasionada: Se acercó con tímido saludo:
     —Mero mero, inició los discursos el Licenciado Sánchez Ocaña.
     Cortó el Director:
     —¿Tiene usted las notas? Hágame el favor. Yo las veré y las mandaré a la imprenta. ¿Qué impresión en el público?
     —En la masa, un gran efecto. Alguna protesta en la cazuela, pero se han impuesto los aplausos. El público es suyo.
     Don Celes contemplaba las estrellas, humeando el veguero:
     —¿Real y verdaderamente es un orador elocuente el Licenciado Sánchez Ocaña? En lo poco que le tengo tratado, me ha parecido una medianía.
     El Vate sonrió tímidamente, esquivando su opinión. Don Nicolás Díaz del Rivero pasaba el fulgor de sus quevedos sobre las cuartillas. El Vate Larrañaga, encogido y silencioso, esperaba. El Director levantó la cabeza:
     —Le falta a usted intención política. Nosotros no podemos decir que el público premió con una ovación la presencia del Licenciado Sánchez Ocaña. Puede usted escribir: «Los aplausos oficiosos de algunos amigos no lograron ocultar el fracaso de tan difusa pieza oratoria, que tuvo de todo, menos de ciceroniana». Es una redacción de elemental formulario. ¡Cada día es usted menos periodista!
     El Vate Larrañaga sonrió tímidamente:
     —¡Y temía haberme excedido en la censura!
     El Director repasaba las cuartillas:
     —«Tuvo lugar» es un galicismo.
     Rectificó complaciente el Vate:
     —Tuvo verificativo.
     —No lo admite la Academia.
     Traía el viento un apagado oleaje de clamores y aplausos. Lamentó Don Celes con hueca sonoridad:
     —La plebe en todas partes se alucina con metáforas.
     El Director-Propietario miró con gesto de reproche al sumiso noticiero:
     —¿Pero esos aplausos? ¿Sabe usted quién está en el uso de la palabra?
     —Posiblemente seguirá el Licenciado.
     —¿Y usted qué hace aquí? Vuélvase y ayude al compañero. Vatecito, oiga: Una idea que, si acertase a desenvolverla, le supondría un éxito periodístico: Haga la reseña como si se tratase de una función de circo, con loros amaestrados. Acentúe la soflama. Comience con la más cumplida felicitación a la Empresa de los Hermanos Harris.
     Se infló Don Celes:
     —¡Ya apareció el periodista de raza!
     El Director declinó el elogio con arcano fruncimiento de cejas y labio: Continuó dirigiéndose al macilento Vatecito:
     —¿Quién tiene de compañero?
     —Fray Mocho.
     —¡Que no se tome de bebida ese ganado!
     El Vate Larrañaga se encogió, inhibiéndose con su apagada sonrisa:
     —Hasta lueguito.
     Tornaba el vuelo de los aplausos.

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VII
     Sobre el resplandor de las aceras, gritos de vendedores ambulantes: Zigzag de nubios limpiabotas: Bandejas tintineantes, que portan en alto los mozos de los bares americanos: Vistosa ondulación de niñas mulatas, con la vieja de rebocillo al flanco. Formas, sombras, luces se multiplican trenzándose, promoviendo la caliginosa y alucinante vibración oriental que resumen el opio y la marihuana.


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